domingo, marzo 27, 2011

Maneras de estar en el mundo: instrucciones para existir.

Sea. O permanezca sobre la faz de la tierra de forma inubicua. Ampárese en el principio de certidumbre que indica que cualquier cosa bien pudiera ser cierta. Declárese cosa en sí misma. Aférrese a la realidad. Manténgase. Exista.
Piense, sin embargo, que el mero hecho de existir puede acarrear de por sí grandes contratiempos. Uno queda instaurado entonces en su biografía y además se verá de inmediato afectado por la ontología propia. La existencia conlleva implícitamente la obligación de ser, muy probablemente la necesidad de vivir y unido a esta el derecho inalienable a morir o, incluso, a estar muerto.
Entonces, Exista Ud. Según su propio criterio. Y viva a su manera, sea como desee, haga lo que crea, piense lo que quiera, diga lo que prefiera, expóngase. Haga acto de presencia en este mundo, cometa errores, materialícese en la realidad para ser veraz y ser alguien. Luego, cerciónese de serlo y, más tarde, corrobórese.
Ocupe su lugar en el mundo y asista a él. Coexista con sus coetáneos, sobreviva al momento,  subsista al instante. Aténgase al aquí y ahora. Permanézcase.  Sea.

martes, marzo 01, 2011

Breve catálogo de mitos sobre el amor.

Los mayas creyeron que el amor era un fenómeno mágico fácilmente explicable por la ingesta de un diminuto pájaro carpintero que se colaba por nuestra boca entreabierta mientras dormíamos y anidaba en nuestro corazón. De tal modo que, ante la contemplación de la persona por quien pasábamos a estar desde ese entonces mágicamente enamorados, el pájaro carpintero se avivaba y empezaba a picotear con tal fuerza nuestro corazón que el pulso se nos aceleraba, el ritmo cardíaco entraba en frenesí y el enamorado sentía como su corazón se desbocaba debido a la pasión mágica del hechizo del amor.


Los persas, por su parte, creyeron que el amor era un sueño en el que quedábamos sumergidos una noche y ya no nos podíamos despertar. De ese modo, al estar inmersos en un sueño, no eramos dueños de nuestras acciones y nos movíamos por influjos que no podíamos controlar yendo de aquí para allá a través de escenas cotidianas que no tenían sentido cuando la persona amada no estaba presente. Y, en cambio, cuando lo estaba nuestros sentidos quedaban alterados porque temíamos despertar en ese justo instante y que todo se desvaneciera cosa que, a veces, ocurría.
Pero otras veces, si la persona amada nos correspondía amorosamente en ese sueño, nos encontrábamos, a la vez, dentro del sueño de esa persona que también estaba soñando estar enamorada. Y el amor era eso: quedar los dos amantes atrapados en un sueño recíproco del que, a veces, nunca despertaban. Pero otras veces sí.


Para el pueblo esquimal de los inuit el amor era considerado como una enfermedad. Pues la persona enamorada solía descuidar sus tareas de aprovisionamiento del hogar y de abrigo llegando incluso, a veces, a morir alguien de frío o desnutrición creyéndose abrigado y alimentado tan solo por amor.
Es por eso que los más ancianos del pueblo recetaban medicinas e ungüentos contra el mal de amor. Pensando que si uno tomaba esas pociones a base de aceite de hígado de foca y bilis de oso polar mezclado con algas y hierbajos varios dejaría pronto de estar enamorado y de ser un puijilittatuq.
La creencia de que esos brebajes eran eficientes estaba bastante consolidada debido a que el porcentaje de personas que dejaban de estar enamorados después de tomar el remedio era ostensiblemente mayor con respecto a los que no lo habían tomado. Pero los ancianos no habían tenido en cuenta que esos datos estaban bastante influenciados porque quienes tomaban dicho brebaje eran aquellos que de algún modo en parte querían dejar de estar enamorados. Circunstancia que en el fondo constataba que, en realidad, no estaban tan enamorados en comparación con aquellos otros que se negaban a tomar dicha medicina prefiriendo no curarse y seguir sintiendo la enfermedad del amor aún a riesgo de que por ello pudieran morir de hambre o morir congelados.


El amor en el antiguo Egipto era una plaga de dimensiones bíblicas. Los Faraones pensaron que el amor era una maldición que se cernía a veces sobre su pueblo y que podía ser contagiada a través del aire entre sus súbditos.
Para contener dicha plaga se llevaron a cabo diversos sacrificios a los dioses intentando de este modo calmar su ira. Pero  esa plaga era más persistente que cualquier enjambre de langostas y más contagiosa que la lepra. Así que cuando el Faraón Ramsés creyó estar el mismo imbuido por la maldición, reconociéndose humano en esa debilidad y, por ende, mortal a través de esta, fue tal su desolación que mandó exiliar todo su harem de concubinas, hizo que sus súbditos se mantuvieran encerrados en sus casas durante ochenta días y ochenta noches para intentar erradicar el contagio y, dejando de creerse un dios y proveyendo así su futura muerte, hizo construir una pirámide de dimensiones colosales en el centro de la cual, tras múltiples pasadizos se hizo acomodar una cámara mortuoria en la que se depositara su cadáver debidamente momificado dentro de un sarcófago empalado tras varios compartimentos estancos rodeados de gruesos muros sellados no dejaran pasar el aire y lo aislaran tras su muerte del acecho de aquella plaga de la que sospechaba que no podría desprenderse jamás en vida y cuyo único anhelo ya era tan solo que no lo acompañara también después de muerto para toda la eternidad.



Para los pueblos bárbaros el amor era un hechizo que habitaba dentro del alma de la gente. Para ser más exactos el hechizo consistía en la traslación del alma de una persona hasta dejarla encerrada dentro del cuerpo de otra. Y era por eso que dicha persona no dejaba de pensar en aquel ser cuya alma había quedado atrapada dentro de uno mismo. Y, además, el alma, ante la cercanía del ser al cual pertenecía, se agitaba y se revolvía dentro de su cautiverio intentando escapar y provocando con ello temblores y afectaciones varias en su cuerpo huésped. Y este sentía la atracción inherente del alma atrapada hacia la persona a la que pertenecía y es por eso notaba un impulso irrefrenable por besarla, tocarla y hacerle el amor. Intentando a través del acto máximo de unión entre dos seres una transmigración del alma de nuevo hasta el cuerpo del que provenía.
Pero, eso, en realidad, resultaba muy complicado y requería tiempo y perseverancia. Por lo que lo ideal era que aquella misma persona cuya alma poseíamos estuviera también hechizada con la posesión de nuestra propia alma. Eso provocaba una atracción mutua que hacía que las almas intentaran intercambiarse el cuerpo la mayoría de los días y casi todas las noches. Y era con tanto empeño como alguna vez alguna de las almas o las dos conseguían salirse del cuerpo y regresar al suyo revirtiendo de esta forma el hechizo. Pero, otras veces, eso no se conseguía nunca, aunque los hechizados se empeñaran en ello juntando sus cuerpos cada noche y acariciándose y besándose intentando desprenderse del alma del otro fusionándose entre sí. Pero al alba volvían a despertar todavía hechizados mutuamente y aún despuntando el día sin desánimo lo volvían a intentar de nuevo.



Para los mesopotámicos el amor era una convención social arraigada en su pueblo generación tras generación. Y como costumbre social debía ser seguida con vehemencia y protocolo. Por lo que se consideraba de la más fina educación y respeto por la tradición el estar enamorado.
Eso hacía, a la vez, que muchos fingieran estar sometidos a los designios del amor tan solo por adecuarse al comportamiento que se esperaba de ellos.
Hacían poemas a la luz de la luna llena con indisimulada impostura y fingido arrebato, tomaban bebidas excitantes al anochecer para padecer insomnio y poder pasar así toda la noche en vela dando vueltas en la cama procurando pensar en la persona supuestamente amada y , luego, salían aún de madrugada para ver las naves zarpar alejándose lentamente más allá del horizonte mientras el amante fingidor jugaba a ponerle el nombre de la persona amada a cada ola del mar.
También solían apretar las puntas de los dedos de los pies y cerraban los puños con fuerza ante la presencia de esa persona a la que querían hacer ver que amaban para acelerar así su ritmo cardíaco ante esta. Además de aguantar también en su presencia la respiración provocándose pequeñas apneas que dificultaran su respiración ante el presunto ser querido.
Se llevaban a cabo tal serie de engaños y simulaciones por parte de tantos por ser aceptados socialmente que ya nadie sabía quien estaba realmente enamorado y quienes tan solo fingían estarlo.
Que más daba, porque qué era la tradición del amor sino una costumbre heredada de engaño y fingimiento de lo que en realidad eramos. Y todo aquel que acataba la costumbre de forma natural porque sentía que formaba parte de él no se diferenciaba en nada de aquellos que intentaban simular con artimañas un comportamiento llevado a cabo por la mayoría.
Además, de tanto fingir aquellos síntomas amorosos y las acciones atribuladas de los amantes uno acababa al final por no poder distinguir a veces si aún seguía parodiando el enamoramiento o si en una de estas se había enamorado de verdad. Y, en verdad, la diferencia entre las dos cosas resulta a veces casi imperceptible.