domingo, octubre 24, 2010

Postal des del puerto.

Al llegar al puerto se sintió como si aquella panorámica formara parte de una targeta postal. Como si estuviera todo colocado en el sitio exacto por profesionales. Tal como si un decorador hubiera situado la caseta de los helados escorada al lado izquierdo de la estampa, hubiera elegido una barandilla de madera para dar un toqe rústico al muelle, puesto la señal de cuidado caerse al mar justo en el lugar preciso y hubiera enfocado el punto de fuga de la escena a través de la pasarela que daba a los amarraderos donde podían encontrarse balanzeandose con suavidad -mediante técnicas de efectos especiales- los mástiles de las embarcaciones tras las cuales más allá del puerto podía verse el mar, situado concretamente ahí por un oceanografo.
Un director de cásting habría elegido personalmente a todos y cada uno de los integrantes de la escena y los habría distribuído formando parejas de enamorados, grupos de turistas, familias que habían salido de paseo y personas que caminaban solitarias ensimismadas en sus pensamientos. Y hubieran sido todos instruídos para dirigirse sosegadamente hacia alguna dirección concreta al lento compás que marcaba el diapasón de los mástiles de las velas o parapetados en sus poses permanecer estáticos en algún lugar ejecutando todos en conjunto un balet ulterior de impostada espontaneidad dirigido por un coreógrafo.
Y hasta las gaviotas volaban unas en circulos concéntricos dibujando en el aire espirales geométricas de cierta complejidad, otras surcando el cielo en vuelos rasos programados mediante el arte de la cetrería, algunas posandose sobre el techo de la caseta de los helados, otras arremolinandose al otro lado de la pasarela donde un señor calvo les tira migas de pan, una en el suelo junto a la barandilla graznando con risas burlonas -como las gaviotas graznan- amaestrada por un domador de aves experto en ornitología.
Con lo que todo parecía tan premeditadamente casual, tan artificiosamente real, con su paisaje y su paisanaje tan estipulado que una sensación de extrañeza empezó a recorrerle la espina dorsal. Como si un sexto sentido le avisara de que algo terrible e inesperado estuviera a punto de suceder. El estallido de una bomba que alguien hubiera dejado en una papelera, que una niña pequeña cayera al mar y se ahogara o que alguien muriera subitamente de un fulminate ataque al corazón. Y no podía dejar de sentir que aquella idílica estampa estuviera a punto de romperse por alguna amenaza incierta cuando, de repente, sin previo aviso quiso bendecir la solapa de su chaqueta la caquita de una gaviota caída des del cielo. Cosas extraordinarias que suceden sin más.

domingo, octubre 10, 2010

Aquella tarde de jueves.

Se acuerda de ese jueves, Osvaldo, desde uno de los silloes del centro geriátrico donde aguarda la llegada del último día. Su memoria se traslada a ese jueves lluvioso en que él y Elvira pasaron en cafe de la zona alta de la ciudad. Un bar que tenía nombre de viento o de isla y que ahora sería incapaz de encontrar perdido como estaba entre las callejuelas del casco antiguo o, tal vez, por la zona portuaria. Se acuerda como veían caer las gotas a través del cristal y como se dejó ella luego abandonado el paraguas sobre la mesa. Con lo que seguramente cuando se fueron ya había dejado de llover o quizá, simplemente, era un día nublado y Eloísa había cogido el paraguas previsora como era ella por si acaso.
Ahora, mientras mira el cielo azul de un claro día de Primavera por la ventana del hall del asilo en el que espera la muerte, Osvaldo se acuerda como aquella tarde de jueves en aquel café el pidió un cortado mientras que ellá tomó un menta-poleo y casi es como si la viera aun estrujando con sus delicadas manos la bolsita de té envolviendola con sucesivas vueltas del hilito contra la cucharita para extraer el máximo de sustancia de la tila y como luego sopló suavemente la taza en un gesto más teatral que pragmático antes de beberse a sorbos pequeños la camamila.
Desde este sillón en el que está ahora vencido por el paso de los años, recuerda como esa tarde él y Elisa hablaron del tiempo y del efecto catársico que producían las gotas de lluvia al rebotar una tras otra en la vidriera del bar en un recorrido fugaz que a veces las unía unas a otras formando gotas más grandes que se derramaban en surcos efímeros hasta desaparecer. Hablaron de todo eso si en realidad llovió aquel día, si el día estaba tan solo nublado y no llovió entonces conversaron solo de cosas banales como tarifas telefónicas o concursos de la tele.
Pero desde aquí sentado como está ahora se acuerda como aquel jueves Isabel vestía un sueter verde o azul, con jeans ajustados y botas de cueros marron que hacían juego con sus ojos. Y como Elsa llebaba el pelo de color castaño claro tirando a rubio o castaño oscuro casi negro. Con la melena suelta o recogido para resaltar el verde de sus ojos azules. O, quizá, Emma llevaba el pelo suelto al principio y luego casó una gomita de su bolso beige que hacía juego con su falda de color ocre para y se recogió el pelo o lo llevaba muy corto a lo garçon, tal vez, largo y ondulado que caía delicadamente sobre su sueter naranja.
Y aquí y ahora Osvaldo siente nostalgia de aquella tarde de jueves de hace tanto tiempo que pasó junto a Sofía ¿O fué un miercoles?