miércoles, noviembre 30, 2011

Una extraña sensación.

Un hombre tiene la extraña sensación desde hace días de que su mujer no es quien dice ser. Le nota un comportamiento raro y la siente como diferente tal y como si no la reconociera.
Una noche, después de yacer juntos, en medio de la relajación post-coital decidió ponerla a prueba y la aborda con preguntas cuya respuesta tan solo sabría su verdadera mujer. Así, excusándose en una repentina melancolía, la interroga sobre el día en que se conocieron y encomendándose al supuesto interés mutuo por los pasajes de ese día en cuestión le pregunta sobre múltiples y banales detalles que tan solo podrían saber ellos.
Su mujer -o la mujer que está ahora con él en la cama y comparte su vida- demuestra acordarse de algunos de esos sucesos pero de otros no.
Y se acuerda del vestido que llevaba ella puesto y de donde fueron y de que película vieron y de algun.a de las cosas de que hablaron. Por contra, dice no recordar el color de la camisa que llevaba puesta él, ni del nombre del bar donde fueron después, ni de que tomaron, ni de alguna de las cosas de que hablaron. Detalles que su mujer verdadera debería saber, pero que una suplantadora preparada minuciosamente para aparentar ser su mujer podría desconocer.
A pesar de eso y amparándose en el habitual olvido en las que las parejas vierten gran parte de los múltiples detalles de su coexistencia bien pudiera ser que alguna de las circunstancias de aquel día hayan quedado borradas en la memoria de su verdadera mujer.
Pero, sin embargo, él seguirá sintiéndola como una extraña que se ha colado en su vida y que sabe casi todo lo que su auténtica mujer debiera saber y se desenvuelve casi como su verdadera mujer lo haría y se comporta y se expresa casi tal y como lo haría su mujer original.
Y tal vez lo sea, probablemente sea ella y todo esto no sea más que una deshabituación de hechos cotidianos inmiscuida en la percepción que tiene él sobre su compañera. Y es casi seguro que tan solo sea eso, pero la duda le corroe. Y dispuesto a averiguar con certeza si esa mujer es quien dice ser se dispone a llevar a cabo un plan consistente en pertrechar alguna acción en la que él esté seguro de como se comportaría su mujer ante esta.
Y entonces ella defiende una injusticia, se acobarda ante un miedo, procede con egoísmo o le perdona una infidelidad. Hechos que transcurren como él reconoce que su verdadera mujer los acometería.
Pero, al mismo tiempo, en otras acciones esa mujer que dice ser la suya obrará de distinta manera a la que se hubiera podido esperar de su auténtica mujer. Y así ella promueve un odio, actúa con filantropía ante un suceso ambiguo, afronta uno de sus miedos o actúa con promiscuidad por despecho. Comportamientos que una usurpadora de la identidad de su mujer no suficientemente informada podría llegar a ejecutar de ese modo.
En todo caso él achaca estos errores a la volubilidad de los seres humanos que a veces se comportan según sus habituales patrones y otras veces no. O sea que tanto en el caso de que esa fuera su verdadera mujer o una impostara vagamente adiestrada para sustituirla podría llegar a efectuar de forma casi contradictoria acciones de signo diametralmente opuesto entre sí.
Y, a pesar de eso, él sigue la extraña sensación de que esa mujer con quien comparte lecho, con quien habla cada día y con la que ha vivido un pasado común y mantiene expectativas reciprocas de futuro no es quien dice ser.
Para averiguarlo de forma definitiva preparará una especie de test conversacional que mediante unos ítems que él irá marcando mentalmente según los que exprese su mujer en el diálogo podrá comprobar fehacientemente la concordancia de los resultados con los que previamente prevé que ofrecería su verdadera mujer.
De esta forma, mientras la conversación transita por temáticas banales él puede constatar como su mujer se presenta como sincera, comedida, perspicaz, dubitativa, huraña, algo melancólica o dicharachera. Atributos que su natural mujer ostenta por antonomasia y que propondrían con certeza que se trata de ella, sino fuera porqué en el mismo diálogo también se la puede determinar como disoluta, amargada, bondadosa, cordial, lúgubre y ecuánime. Rasgos que en nada tienen que ver con la habitual concepción de su auténtica mujer y que hacen elevar su sospecha intrínseca de que no se trata de su verdadera mujer sino fuera por el hecho sabido de que, a veces, las personas no se muestran tal y como son e, incluso, pueden llegar a ser distintas a si mismas según las circunstancias.
Así es como ese hombre quedará sumido en la incerteza de no poder asegurar que la persona con quien está compartiendo la vida sea quien dice ser. Y tan solo puede especular que se haya inmiscuido en su  existencia común la extraña sensación de no conocer en absoluto a una persona en cuanto más la va conociendo. Hecho que él atribuirá a la impredicibilidad misma del ser humano que fluctúa en su manera de ser y de expresarse y que recuerda u olvida cosas de su propia vida con total impunidad.
De esta forma, esa puede ser o no ser su auténtica mujer tanto como es o no es uno mismo cualquier persona del mundo. Y seguirá conviviendo con ella en esa extraña cotidianidad intentando que no los afecte esa percepción alterada que él siente por ella. Y a pesar de que, luego, una noche desnudos en la cama después de hacer el amor él constata con una vaga sorpresa que la marca de nacimiento en forma de pera que ella tenía en el omóplato izquierdo ha desaparecido.

viernes, noviembre 25, 2011

Emboscada de frío entre las sábanas.


La deliciosa cama preparada prolijamente para adecuarse al frío de una noche de invierno me espera con todos sus elementos formando una sucesión perfecta de capas dispuestas sobre el colchón a modo de: sábana bajera, sábana encimera, frazada y colcha. Una superposición estratégica que debidamente fijada a través de los bordes de dichas prendas sujetados entre el colchón y el somier forman un sistema sustentación calorífica inigualable.
Y así es como después de apagar la luz me dispongo a ubicarme en el aparente confort y estado de calidez que me promete para cruzar raudo la habitación en piyama deshaciéndome de las pantuflas con sendos movimientos sinusoidales de piernas e instaurarme en un único e inconmensurable gesto dentro de la cama.
Ahí constato no sin cierta estupefacción como bajo esa acumulación de capas térmicas que debieran conferirme una apacible temperatura me está esperando agazapada y latente una emboscada de frío.
Y a pesar de la sorpresa que siempre me pilla desprevenido en estos casos no dejaré de sentir una especie de gezellig recorriendo mi espina dorsal que devuelve a la memoria de mi piel todas aquellas veces que en mi pasado me he inmiscuido en noches frías de invierno dentro de camas donde me esperaba aun más frío del que pueda sentir afuera.
En cualquier caso, esta sensación durará apenas un rato en lo que tarde mi propio calor corporal en convertir en un microclima cálido el interior de esa cama. Para entonces uno empezar a quedar sumido en una cálida intimidad de reminiscencias casi intrauterinas sucumbiendo a la blandura del lecho, a la complicidad de la almohada hasta pronto quedar inmerso en un estado rayano a la felicidad.
Y, aunque el sueño no llegue de inmediato, uno se ve confortablemente envuelto en esa sucesión de pieles ancestrales que el desarrollo de la civilización humana ha ido concatenando secularmente. Y ahí es cuando uno se arropa a si mismo satisfecho de formar parte de la contemporaneidad del momento histórico y de la sublimación del estado del bienestar en concepto de menaje del hogar.
Lo que ocurre es que con el sutil movimiento de estirar la manta hasta cubrir levemente el mentón parece que la esta se ha descorrido de debajo del colchón y ahora las puntas de los pies está tan solo cubierta por el binomio   sábana-colcha con la pertinente disminución térmica asociada al hecho. Así que uno intenta restituir la frazada a través de un movimiento de zarpa efectuado podológicamente que además de no lograr su objetivo hace deslizarse la sábana hacia el lado izquierdo de la cama dejándola convertida en un harapo inservible que ahora tan solo me cubre medio cuerpo.
Decido entonces recuperar medidas reconstituyentes del estado primigenio en la predisposición de las telas ladeando el cuerpo hacia la parte contraria en que ha quedado amontonada la sábana tirando de esta para intentar retomarla a su estado equitativo aunque sin conseguirlo finalmente y agravando más aun la situación al provocar con el movimiento del cuerpo la desestabilización de la colcha que ha ido a parar con gran vehemencia al frío suelo.
Al darme cuenta de ello procedo a alargar un brazo hacia donde preveo que haya podido caer la colcha provocando que del lado contrario ahora se desenganche una de las puntas subjetoras de la sabana bajera mientras sigo palpando en la oscuridad para intentar asir la colcha caída con escaso o ningún éxito.
De este modo, el estado actual de los respectivos tejidos viene a distribuirse en: la inasible colcha en el suelo, la sábana bajera corrida desde la parte de arriba a la izquierda del colchón dejándolo al descubierto, la amalgamada sábana amontonándose en espiral en el lado derecho de la cama y la insuficiente manta que llegado a este punto ya ha tomado una disposición rombal sobre el eje longitudinal de la cama dejando de este modo a la intemperie los hombros y parte del torso así como los pies hasta la altura del tobillo.
Todo ello en una masa informe de telas conglomeradas que hacen que uno vaya ya perdiendo la fe en ciertas evoluciones tecnológicas de la especie, en alguna de las leyes de la termodinámica, en la posibilidad de alcanzar alguna felicidad duradera por parte del individuo y en la esperanza de obtener esta noche cualquier conciliación de sueño de forma pronta.

jueves, noviembre 24, 2011

La mosca inmortal.

La otra tarde me vino a visitar la inmortal mosca de los siglos, la eterna mosca imperecedera que transita la historia de los hombres revoloteando a su alrededor y viéndolos a todos y cada uno de ellos morir y sobreviviéndolos.
Ya antes tuve constancia de anteriores visitas suyas en mi infancia y juventud y la volví a ver el mes pasado. La reconocí de inmediato por su zumbido inconfundible y su característico vuelo sinusoidal que la hacen reconocible entre cualquier otra mosca que vuela anodinamente y muere de forma vil en pocas horas, días o semanas.
No así la inquebrantable mosca que acompaña la humanidad desde tiempos inmemoriales posándose en la frente de los calvos, en la punta de la nariz de las más distinguidas señoras burguesas y que un día se paró en tu oreja.
Porque ella es la indestructible mosca que jamás pudiste atrapar o aplastar de un zapatazo ya que posee reflejos ultrasónicos y es capaz de anticiparse a cualquier ataque como si pudiera prever tus movimientos. Es la mosca precognitiva que aguarda impertérrita que tu mano se vaya acercando a ella lentamente, a veces, incluso, frotará sus patas displicente mientras te ignora y tan solo un milisegundo antes de que lances tu zarpazo definitivo se anticipará a ti huyendo con total impunidad.
Una mosca inexpugnable capaz de eludir cualquier sistema que haya sido ideado para atrapar insectos, que se muestra incólume ante cualquier paleta matamoscas y es inmune a los insecticidas. La mosca que jamás quedará aprisionada en el cristal de ninguna ventana y siempre encontrará escapatoria para salir batiendo sus alas de un sitio a otro -ubícuamente- en su resistencia atemporal.
La misma mosca que en sus peripecias aéreas una tarde de otoño inspiró a Descartes sus coordenadas cartesianas. La misma que se cuela en los platós de televisión para incordiar insistentemente a los presentadores de los noticieros. La que se detuvo un instante sobre la punta del bigote de Dalí mientras este pintaba. Aquella que estando posada sobre el mástil de la carabela de Colón divisó antes que nadie el Nuevo Mundo. Aquella que voló entre visigodos, la misma que surcó el cielo de Mesopotamia y que anduvo entre güelfos y guibelinos, entre montescos y capuletos, entre utus y tutsis.
Quizás la inmemorial mosca que posándose tan solo una vez cada cien años sobre una bola de acero del tamaño del planeta Tierra conseguiría, haciéndola desaparecer por fricción, inaugurar el principio de la eternidad.



miércoles, noviembre 16, 2011

Matrioska oftalmológica.

Mírame a los ojos y obsérvate a ti misma siendo reflejada en ellos y reflejando al mismo tiempo en tus propios ojos mi rostro que te observa y de nuevo refleja tu cara en cuya mirada volveré a aparecer yo mirándote otra vez y reflejando de nuevo en mis pupilas tu faz expectante que recíprocamente reproducirá una vez más mi rostro en un juego indefinido de espejos en que vuelves a aparecer tu dentro de mi mirada conteniéndome de nuevo a mi dentro de la tuya y adentrándonos así un poco más cada uno en el interior del otro atrapados en esta sucesión infinita de imágenes de nosotros que nos dejan de este modo condenados a una infinitesimal cárcel de miradas.
Y, sin embargo, el infierno de tus ojos me parece un lugar justo en el que pasar toda la eternidad.

viernes, noviembre 11, 2011

Breves biografías de la inmortalidad.

Quizás el mayor anhelo del ser humano desde tiempos inmemoriales haya sido siempre alcanzar la inmortalidad. El proceso irremediable por el que los cuerpos tienden a envejecer condena con el suficiente periodo temporal transcurrido a toda la humanidad a la muerte y desaparición. Muchas han sido las teorías por la que este mecanismo inalterable del ser humano haya de acontecer sin remedio y muchos han sido aquellos que han dedicado su vida entera a la búsqueda de algún paliativo que contrarrestara ese funesto destino.
Ya en algunos jeroglíficos egipcios se encontró lo que algunos de los más conspicuos egiptólogos interpretan como un pasaje en que se describe a un hombre poseedor de un talismán cuyo portador no ha de sucumbir al imperativo de la senescencia mientras se halle dicho objeto en su poder.
El talismán es una piedra en forma rombal que vuelve a aparecer de nuevo en jeroglíficos de posteriores dinastías entre las que transcurren miles de años. Y no obstante, el hombre que porta dicho talismán parece ser el mismo que es mostrado siempre como contemporáneo en cada uno de esos periodos.
Ese hombre aparece junto al símbolo shen que representaba la protección eterna y cerca del dios Osiris de la resurrección. Es por eso que muchos consideran que esta pueda ser la primera memoria gráfica que se conserve de alguien descrito como inmortal.
Siglos más tarde en Babilonia, en uno de los primeros poemas épicos de los que se tiene constancia, nos encontramos con la figura de Gilgamesh cuya leyenda narra la búsqueda por parte de este de una planta que concede la inmortalidad. En la epopeya, Gilgamesh no alcanza a disfrutar de los beneplácitos de dicho vegetal. Sin embargo, alguno de los más reputados heureísticos postula que, tal vez, su leyenda imposible fuera inspirada por un Rey que reinó durante varias centurias sin desfallecer en su aliento vital y que vio morir de viejos a los hijos de sus súbditos y también a los hijos de estos y así durante varias generaciones más.
Ya en la Grecia Clásica volvemos a encontrar la figura de un misterioso filósofo que convivió con los grandes sabios de la cultura helenística pero que apenas es nombrado más que en vagas referencias halladas en textos de otros filósofos. Y a pesar de que jamás dejó legado escrito algunos estudiosos de la época clásica se han atrevido a recomponer secuencias de su historia. Así en algunos pasajes se puede deducir que queda explicada su sabiduría a través de la propia longevidad de su existencia. Se dice de ese hombre sabía tanto por lo mucho que había vivido y la mucha gente que había conocido, entre ellos, al propio Homero, quien vivió varios siglos antes. Aunque había también quien incluso osaba hipotetizar que del mismo Homero autor de los grandes poemas épicos sobre seres inmortales se trataba.
Fuera o no el propio Homero a aquel hombre se le atribuía su basta persistencia en el tiempo al conocimiento de un árbol cuyos frutos conferían a aquel que llevara a cabo su ingesta el don de la inmortalidad. De este modo, puede que aquel hombre hubiera estado alimentándose de ese árbol de la vida eterna por largo tiempo y gracias al conocimiento alcanzado en el transcurso de los múltiples años que vivió pudo así adoctrinar de forma discreta a los conciudadanos que conformarían la Atenas clásica.
Posteriormente, ya al final de la Edad Media, en un pasaje considerado apócrifo de La Divina Comedia de Dante se nombra a un hombre cuyo destino es la eternidad, cuyo origen se remonta al principio de los tiempos y que mora en ausencia tanto en el infierno, como en el cielo, como en el purgatorio por obra de un elixir misterioso. Esa persona a la que se alude como imperecedera se la espera ya decididamente en el infierno según narra el susodicho pasaje por haber usurpado uno de los atributos exclusivos de Dios.
Fue con el descubrimiento del nuevo mundo cuando se multiplicaron las leyendas sobre lugares inhóspitos en el otro lado del océano donde sus nativos habían alcanzado a sobrevivir periodos de tiempo inconmensurables debido a efectos portentosos obtenidos de la flora o fauna local.
En uno de estos relatos se nombra la existencia de un hombre que vio aparecer y desaparecer imperios sin mutar apenas en su lozana constitución. Se cuenta de dicho humano prodigioso que era picado regularmente por una especie de araña muy rara cuyo veneno era en realidad un antídoto contra la muerte y le confería vigor perpetuo y la liberación de los efectos del paso del tiempo en su ser.
Y narra la leyenda que ese hombre se dedicó a vivir las más trepidantes aventuras a lo largo y ancho del continente. Conoció a los Mayas y a los Aztecas antes de que estos sucumbieran, cabalgó entre los indios que originariamente poblaron el norte de América y transitó desde la Tierra del Fuego hasta Alaska en varias ocasiones. Fue pirata, buscador de oro y tantas otras vidas más. Y siempre llevó en su equipaje una cajita con agujeros en la que guardaba las arañas que le insuflaban su poder inmortal.
Ya en el Siglo XIX se habla de un alquimista que logró alcanzar la fórmula exacta para preparar un brebaje contra la inevitable muerte. Este jamás llegó a difundirlo entre sus coetáneos usándolo tan solo para fines propios. De este modo, aquel alquimista negaba el merecimiento por parte de la especie humana de la consecución definitiva del poder de la inmortalidad. Una muestra de egoísmo e individualidad que a la vez también podía ser interpretada como un acto de caridad suprema al prever que si todo individuo poseyera la capacidad de vivir indefinidamente el mundo se convertiría en un lugar lúgubre habitado siempre por los mismos seres que a fuerza de transitar por los siglos y los milenios perderían las ganas de vivir deambulando por sociedades carentes del deseo de existencia.
No hace muchos años, en las postrimerías de este milenio el escritor Jorge Luís Borges reseñó la historia de un hombre que alcanzaba la inmortalidad bebiendo de las aguas de un río. Algunos de sus más íntimos allegados aseguran que ese relato fue inspirado por un tipo que acometió a Borges en uno de sus paseos vespertinos y que le contó una historia semejante con tanta profusión de detalles como si esta le hubiera sucedido a él mismo.
El carácter de maldición con que es tratada la posibilidad de que un hombre llegue a ser inmortal concuerda con el hastío y la penumbra con que aquel individuo que le confió la historia al gran maestro se desenvolvía por la vida. Aquel hombre, finalmente, le manifestó a Borges que había vuelto tan solo a América para conocer al gran escritor de relatos sobre la eternidad y poder contarle en persona aquella fantástica historia. Después se fue y nunca más se supo de él.
En la actualidad se rumorea la existencia de una corporación farmacéutica fantasma que ha alcanzado a producir unas cápsulas cuyo efecto es un cese absoluto del imperativo de la senescencia. Dicho medicamento está siendo producido de forma secreta y almacenado en lugares recónditos con alguna oscura finalidad. Cabe señalar asimismo que tan solo el magnate y dueño de dicha empresa es conocedor de la fórmula exacta con que se fabrica ese fármaco cuya elaboración es llevada a cabo en laboratorios ubicados en distintos lugares y continentes que se ignoran mutuamente. No hay ninguna copia de tal fórmula y tan solo existe en la memoria de dicho magnate, la muerte del cual acarrearía la perdida de tamaño descubrimiento. Pero esta muerte parece no llegar jamás.
De momento, pero ya no importa, porqué dicho magnate miente y la fórmula es falsa. Como irreal es el río en que se baña el protagonista del cuento borgeano, como inexistente fue la alquimia de aquel hombre decimonómico y como tampoco daba la vida eterna la araña por la que se hacía picar aquel aventurero americano, ni el elixir del hombre al que se espera en el infierno de Dante. Tal y como no ofrece la inmortalidad el fruto del árbol del que se nutría aquel filósofo griego, ni la planta de la leyenda de Gilgamesh. Todo eso no es más que literatura creada para confundir a los habitantes de los tiempos que se fueron sucediendo. Nada es verdad. Nada excepto el talismán. Cuyo portador, que vivía ya desde no se sabe cuando, al ver inscrita su memoria en los jeroglíficos egipcios comprendió que con la invención de la escritura podía delatarse su coartada de ausencia. Fue por eso que decidió usar aquella invención a su favor difundiendo historias entre los hombres que tergiversaran la memoria de su existencia a través de los tiempos.
Y de este modo fue él mismo quien imaginó y extendió entre sus coetáneos la existencia de un hombre llamado Gilgamesh que intentaba alcanzar la inmortalidad por medio de una planta de efectos portentosos, fue él quien difundió -a veces a modo de rumor entre la gente, otras contándole la historia directamente a algún escritor- la existencia de un árbol prodigioso, de un elixir milagroso, de una increíble araña, de una fabulosa alquimia, de un río mágico y ya en nuestro tiempo de una píldora maravillosa y que, en realidad, es inocua.
Todo falso excepto el talismán que ahora aun cuelga de mi cuello. Y yo soy ese misterioso magnate como fui filósofo, aventurero o alquimista. Y viví aún muchas más vidas portando siempre conmigo a escondidas el talismán que me confería la inmortalidad. Pero ahora ya es tarde y he vivido demasiado. Por eso revelo a la humanidad en esta historia mi don a modo de breve biografía. Y ahora me dispongo a destruir el talismán y, luego, disponerme a vivir una vejez en medio de los hombres que me lleve hasta la muerte. Y quiero hacerlo de forma anónima, tal y como siempre viví.

jueves, noviembre 03, 2011

Dialelo para un día de lluvia.

Si esta tarde llueve, entonces, me quedaré en casa. Si me quedo en casa, entonces, miraré la tele. Si me quedo en casa y miro la tele, entonces, me aburriré. Si me quedo en casa y miro la tele y me aburro, entonces, me pondré nostálgico. Así que si me quedo en casa y miro la tele y me aburro y me pongo nostálgico, entonces, pensaré en ti. Por lo que si me quedo en casa y miro la tele y me aburro y me pongo nostálgico y pienso en ti, entonces, estaré triste. Y, entonces, si he de estar triste esta tarde lloverá.

martes, noviembre 01, 2011


Del capítulo 93 de Rayuela

"Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque-la-aman, yo creo que es al revés. A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto."

Cortazar