viernes, noviembre 11, 2011

Breves biografías de la inmortalidad.

Quizás el mayor anhelo del ser humano desde tiempos inmemoriales haya sido siempre alcanzar la inmortalidad. El proceso irremediable por el que los cuerpos tienden a envejecer condena con el suficiente periodo temporal transcurrido a toda la humanidad a la muerte y desaparición. Muchas han sido las teorías por la que este mecanismo inalterable del ser humano haya de acontecer sin remedio y muchos han sido aquellos que han dedicado su vida entera a la búsqueda de algún paliativo que contrarrestara ese funesto destino.
Ya en algunos jeroglíficos egipcios se encontró lo que algunos de los más conspicuos egiptólogos interpretan como un pasaje en que se describe a un hombre poseedor de un talismán cuyo portador no ha de sucumbir al imperativo de la senescencia mientras se halle dicho objeto en su poder.
El talismán es una piedra en forma rombal que vuelve a aparecer de nuevo en jeroglíficos de posteriores dinastías entre las que transcurren miles de años. Y no obstante, el hombre que porta dicho talismán parece ser el mismo que es mostrado siempre como contemporáneo en cada uno de esos periodos.
Ese hombre aparece junto al símbolo shen que representaba la protección eterna y cerca del dios Osiris de la resurrección. Es por eso que muchos consideran que esta pueda ser la primera memoria gráfica que se conserve de alguien descrito como inmortal.
Siglos más tarde en Babilonia, en uno de los primeros poemas épicos de los que se tiene constancia, nos encontramos con la figura de Gilgamesh cuya leyenda narra la búsqueda por parte de este de una planta que concede la inmortalidad. En la epopeya, Gilgamesh no alcanza a disfrutar de los beneplácitos de dicho vegetal. Sin embargo, alguno de los más reputados heureísticos postula que, tal vez, su leyenda imposible fuera inspirada por un Rey que reinó durante varias centurias sin desfallecer en su aliento vital y que vio morir de viejos a los hijos de sus súbditos y también a los hijos de estos y así durante varias generaciones más.
Ya en la Grecia Clásica volvemos a encontrar la figura de un misterioso filósofo que convivió con los grandes sabios de la cultura helenística pero que apenas es nombrado más que en vagas referencias halladas en textos de otros filósofos. Y a pesar de que jamás dejó legado escrito algunos estudiosos de la época clásica se han atrevido a recomponer secuencias de su historia. Así en algunos pasajes se puede deducir que queda explicada su sabiduría a través de la propia longevidad de su existencia. Se dice de ese hombre sabía tanto por lo mucho que había vivido y la mucha gente que había conocido, entre ellos, al propio Homero, quien vivió varios siglos antes. Aunque había también quien incluso osaba hipotetizar que del mismo Homero autor de los grandes poemas épicos sobre seres inmortales se trataba.
Fuera o no el propio Homero a aquel hombre se le atribuía su basta persistencia en el tiempo al conocimiento de un árbol cuyos frutos conferían a aquel que llevara a cabo su ingesta el don de la inmortalidad. De este modo, puede que aquel hombre hubiera estado alimentándose de ese árbol de la vida eterna por largo tiempo y gracias al conocimiento alcanzado en el transcurso de los múltiples años que vivió pudo así adoctrinar de forma discreta a los conciudadanos que conformarían la Atenas clásica.
Posteriormente, ya al final de la Edad Media, en un pasaje considerado apócrifo de La Divina Comedia de Dante se nombra a un hombre cuyo destino es la eternidad, cuyo origen se remonta al principio de los tiempos y que mora en ausencia tanto en el infierno, como en el cielo, como en el purgatorio por obra de un elixir misterioso. Esa persona a la que se alude como imperecedera se la espera ya decididamente en el infierno según narra el susodicho pasaje por haber usurpado uno de los atributos exclusivos de Dios.
Fue con el descubrimiento del nuevo mundo cuando se multiplicaron las leyendas sobre lugares inhóspitos en el otro lado del océano donde sus nativos habían alcanzado a sobrevivir periodos de tiempo inconmensurables debido a efectos portentosos obtenidos de la flora o fauna local.
En uno de estos relatos se nombra la existencia de un hombre que vio aparecer y desaparecer imperios sin mutar apenas en su lozana constitución. Se cuenta de dicho humano prodigioso que era picado regularmente por una especie de araña muy rara cuyo veneno era en realidad un antídoto contra la muerte y le confería vigor perpetuo y la liberación de los efectos del paso del tiempo en su ser.
Y narra la leyenda que ese hombre se dedicó a vivir las más trepidantes aventuras a lo largo y ancho del continente. Conoció a los Mayas y a los Aztecas antes de que estos sucumbieran, cabalgó entre los indios que originariamente poblaron el norte de América y transitó desde la Tierra del Fuego hasta Alaska en varias ocasiones. Fue pirata, buscador de oro y tantas otras vidas más. Y siempre llevó en su equipaje una cajita con agujeros en la que guardaba las arañas que le insuflaban su poder inmortal.
Ya en el Siglo XIX se habla de un alquimista que logró alcanzar la fórmula exacta para preparar un brebaje contra la inevitable muerte. Este jamás llegó a difundirlo entre sus coetáneos usándolo tan solo para fines propios. De este modo, aquel alquimista negaba el merecimiento por parte de la especie humana de la consecución definitiva del poder de la inmortalidad. Una muestra de egoísmo e individualidad que a la vez también podía ser interpretada como un acto de caridad suprema al prever que si todo individuo poseyera la capacidad de vivir indefinidamente el mundo se convertiría en un lugar lúgubre habitado siempre por los mismos seres que a fuerza de transitar por los siglos y los milenios perderían las ganas de vivir deambulando por sociedades carentes del deseo de existencia.
No hace muchos años, en las postrimerías de este milenio el escritor Jorge Luís Borges reseñó la historia de un hombre que alcanzaba la inmortalidad bebiendo de las aguas de un río. Algunos de sus más íntimos allegados aseguran que ese relato fue inspirado por un tipo que acometió a Borges en uno de sus paseos vespertinos y que le contó una historia semejante con tanta profusión de detalles como si esta le hubiera sucedido a él mismo.
El carácter de maldición con que es tratada la posibilidad de que un hombre llegue a ser inmortal concuerda con el hastío y la penumbra con que aquel individuo que le confió la historia al gran maestro se desenvolvía por la vida. Aquel hombre, finalmente, le manifestó a Borges que había vuelto tan solo a América para conocer al gran escritor de relatos sobre la eternidad y poder contarle en persona aquella fantástica historia. Después se fue y nunca más se supo de él.
En la actualidad se rumorea la existencia de una corporación farmacéutica fantasma que ha alcanzado a producir unas cápsulas cuyo efecto es un cese absoluto del imperativo de la senescencia. Dicho medicamento está siendo producido de forma secreta y almacenado en lugares recónditos con alguna oscura finalidad. Cabe señalar asimismo que tan solo el magnate y dueño de dicha empresa es conocedor de la fórmula exacta con que se fabrica ese fármaco cuya elaboración es llevada a cabo en laboratorios ubicados en distintos lugares y continentes que se ignoran mutuamente. No hay ninguna copia de tal fórmula y tan solo existe en la memoria de dicho magnate, la muerte del cual acarrearía la perdida de tamaño descubrimiento. Pero esta muerte parece no llegar jamás.
De momento, pero ya no importa, porqué dicho magnate miente y la fórmula es falsa. Como irreal es el río en que se baña el protagonista del cuento borgeano, como inexistente fue la alquimia de aquel hombre decimonómico y como tampoco daba la vida eterna la araña por la que se hacía picar aquel aventurero americano, ni el elixir del hombre al que se espera en el infierno de Dante. Tal y como no ofrece la inmortalidad el fruto del árbol del que se nutría aquel filósofo griego, ni la planta de la leyenda de Gilgamesh. Todo eso no es más que literatura creada para confundir a los habitantes de los tiempos que se fueron sucediendo. Nada es verdad. Nada excepto el talismán. Cuyo portador, que vivía ya desde no se sabe cuando, al ver inscrita su memoria en los jeroglíficos egipcios comprendió que con la invención de la escritura podía delatarse su coartada de ausencia. Fue por eso que decidió usar aquella invención a su favor difundiendo historias entre los hombres que tergiversaran la memoria de su existencia a través de los tiempos.
Y de este modo fue él mismo quien imaginó y extendió entre sus coetáneos la existencia de un hombre llamado Gilgamesh que intentaba alcanzar la inmortalidad por medio de una planta de efectos portentosos, fue él quien difundió -a veces a modo de rumor entre la gente, otras contándole la historia directamente a algún escritor- la existencia de un árbol prodigioso, de un elixir milagroso, de una increíble araña, de una fabulosa alquimia, de un río mágico y ya en nuestro tiempo de una píldora maravillosa y que, en realidad, es inocua.
Todo falso excepto el talismán que ahora aun cuelga de mi cuello. Y yo soy ese misterioso magnate como fui filósofo, aventurero o alquimista. Y viví aún muchas más vidas portando siempre conmigo a escondidas el talismán que me confería la inmortalidad. Pero ahora ya es tarde y he vivido demasiado. Por eso revelo a la humanidad en esta historia mi don a modo de breve biografía. Y ahora me dispongo a destruir el talismán y, luego, disponerme a vivir una vejez en medio de los hombres que me lleve hasta la muerte. Y quiero hacerlo de forma anónima, tal y como siempre viví.

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