jueves, enero 21, 2010

El espejo envejecedor (como todos los espejos).

Los espejos en las casas multiplican a los seres que las habitan. A veces, más bien los condenan al reflejo cotidiano de la realidad. Y así, mirarse en un espejo se convierte ante todo en un acto de compromiso con uno mismo consistente en la fe inquebrantable de volver a coincidir -otra vez más- con nuestra propia imagen enfrente del cristal. La mismísima perdurabilidad del ser intrínseco a través del tiempo y los lugares, a pesar de la irremediable tendencia al caos que suele reinar en el universo.
Porqué en un espejo uno puede peinarse, cortarse los pelos de la nariz, enjuagarse la boca, hacer gárgaras, poner caras raras o mirarse fijamente hasta verse envejecer de a poco. Aunque esto último resulte altamente dificultoso ya que los cambios en la morfología del rostro debido al paso del tiempo suelen ser progresivos y raramente observables de un día para otro. Y, sin embargo, los hay. Por lo que si uno tuviera la suficiente precisión observatoria podría verse envejecer en directo. Morimos a cada instante y los espejos también lo saben.
Y una vez existió un espejo que poseía la facultad del envejecimiento acelerado de la imagen del rostro de aquel que estuviera reflejándose en él. La ubicación del prodigioso cristal era una sala de los espejos en un parque de atracciones poco frecuentado. Disimulado entre espejos que ensanchan, estilizan o ennanecen a los seres que los contemplan pasaba desapercibido ya que al pararse delante los reflejados no percibían ninguna característica especial de la lente en concreto. Y es por eso que la mayoría pasaban de largo inmediatamente sin darle mayor importancia a la mediocridad de la habitual retribución especular. Y, no obstante, aquellos que profesaban la suficiente paciencia o curiosidad para permanecer delante del espejo hasta que este tuviera tiempo de desencadenar sus efectos metamorfósicos empezarían a observar al cabo de un rato asombrosos cambios en sus reflejos. Sus caras empezaban a arrugarse, sus cabellos emblanquecían por momentos y su mirada acumulaba la fatiga del pasar de los años hasta que horrorizados casi siempre acababan por apartar la vista, cerrar los ojos o, simplemente, huir despavoridos. Cuando volvían a atreverse a observar su rostro reflejado, este coincidía de nuevo con su edad actual. Y ya no sabían si lo que habían visto había sido algo real o imaginado.
Parece que nadie era capaz de aguantar la mirada más allá de que el reflejo devolviera un estado de decrepitud tal que fuera inviable la existencia humana. Y hacían bien, porqué cuentan que si se traspasaba ese umbral uno se moría delante del espejo. Sin embargo, hay quien afirma que lo que ocurría llegado a ese punto era que la imagen tendía entonces a rejuvenecer retrocediendo hasta encontrarse con la edad que atesoraba el observador para luego seguir rejuveneciendo a través de los distintos periodos de la vida hasta verse uno mismo como un bebé en el día de su nacimiento. Y entonces sí, ahí todos coinciden que llegado a ese punto: uno se moría.

martes, enero 05, 2010

Conjugación de amor pluscuamimperfecto.

Yo te quise. Te he querido. Te hubiera querido. Te querría. Y, tal vez, te querré. Y, luego, te habré querido. Y ojalá te quiera. Porqué te quería. Porqué te hubiese querido. Y te quería querer. Y quisiera quererte querer.

Pero no te quiero.

(Tú, quiéreme. Y sigue queriéndome.)

El bar de la esquina en la que vuela el tiempo.

La esquina en la que vuela el tiempo rige el devenir de la historia. Uno la dobla apenas sin darse cuenta y, de repente, ya es tarde. Su paso por ese sitio aporta un ínfimo bagaje al devenir de la humanidad -dejándola en realidad intacta- y el devenir prosigue instigado a continuar sucediendo a través de la esquina en la que vuela el tiempo.
Algunos dicen que la esquina en la que vuela el tiempo es un concepto que aglomera a todas las esquinas de todas las calles del mundo. Y otros, sin embargo, defienden que hay una única esquina y que si esta fuera localizada y debidamente balizada se podría detener este flujo incesante de días, meses y años para concentrar todo el tiempo en una única y radiante eternidad.
Pero en estos tiempos que corren es muy difícil distinguir una esquina de otra y la gente transita incesantemente de aquí para allá. Y es tarea harto complicada encontrar esa esquina de la que tan solo se sabe que se juntan en ella dos calles paralelas y que hay instalado un bar del que se entra pero no se sale. O al menos uno no recuerda haber salido. Aunque al día siguiente se despierte en su casa ignorando como ha llegado hasta allí, con la terrible sospecha de que su casa con su respectiva calle, su propio barrio y toda la ciudad están dentro mismo del bar de la esquina donde vuela el tiempo. Que, incluso, el mundo entero esté contenido en el interior de dicho bar. Y puedas acceder hasta él perdiendo la mirada en el espejo del lavabo.
Y así es como en la esquina donde vuela el tiempo se separán dos mundos ulteriores y nadie sabe con certeza en cual de los dos se encuentra. Porqué, además de ser casi identicos a excepción de que uno es uno y el otro es el otro, también cabe la posibilidad de volver a encontrar dentro del mundo que hay dentro el bar de la esquina donde vuela el tiempo el propio bar. En el que si uno vuelve insensatamente a entrar una y otra vez puede que dentro halle de nuevo el mundo entero en el que se encuentre otra vez el mismo bar y así sucesivamente.
Así que si desoyendo cualquier consejo alguien decide entrar en el bar de la esquina donde vuela el tiempo es posible que encuentre sentado en la barra sombrío y triste al mismo tipo. Bebiendo una jarra infinita de cerveza. O, en todo caso, una misma jarra que ha sido convenientemente rellanada de forma indefinida. O, tal vez, la jarra de cerveza sea la misma y es la persona que está sentada frente a ella el que ha sido continuamente relevado. En todo caso, la conversación de dicho individuo atañe siempre al pasado, pues sabe que no tiene futuro, y sus recuerdos van desde lo más reciente en el tiempo alejándose hacia el pasado paulatinamente hasta que, si alguien tiene la suficiente paciencia como para escucharlo, llegue finalmente al primer recuerdo de su vida. Entonces dejará de hablar. O irá retornando a través de sus recuerdos en orden cronológico inverso hasta regresar al presente y de ahí levantarse y retomar su futuro.
De momento, si te sientas a su lado te verás obligado a invitarle con la esperanza vana de que la próxima ronda la pague él. Pronóstico que pronto ves desvanecerse pues sus sorbos son tan lentos, tan vástamente intercalados e imperceptibles que se prolongan en demasía a través del tiempo. Con lo que pronto se te hará tarde y habrás de abandonar tu taburete. Y más vale que lo hagas, porqué si permaneces ahí cuando haya terminado de hablar y pida otra cerveza; esta será para ti. Y deberás ocupar su lugar para que cuando vuelva a entrar alguien a través del umbral de la puerta del bar de la esquina donde vuela el tiempo pueda encontrarse al final de la barra la persona que dicen que siempre está ahí bebiendose una cerveza infinita.

sábado, enero 02, 2010


La imposibilidad del tiempo.

Los relojes con saeta para los segundos son auténticos instrumentos de tortura. Observar como pasa el tiempo -irremediablemente- llevándose consigo cada instante para siempre y avanzando de forma inexorable hasta el momento mismo de la muerte es un delicadísimo infierno. Ningún reloj debiera marcar los demasiado volátiles segundos o quizá no debería existir ningún artefacto que pueda medir el paso del tiempo. Y de esta forma, tal vez, podríamos vivir en un único instante inquebrantable y eterno como viven los pájaros y las flores sin sospechar que todo ha de acabar un día, despistando así nuestra agonía crónica y mortal.
Regidos, entonces, por la luz del Sol y la forma de las nubes. Por el reflujo de las olas del mar batiéndose espumosas en la orilla. Libres de horarios, citas y cronómetros. Absueltos de tiempo poder llegar siempre a la hora justa, porqué todas las horas serían la misma hora. Y elegir siempre el momento exacto para cada cosa, porqué todos los momentos serían el mismo. Vivir para siempre, porqué cualquier tiempo sería nuestro tiempo y, a la vez, ninguno.
Seríamos eternos, porqué para morir tendríamos que vivir todo el tiempo que nos queda de vida y antes de eso alcanzar a vivir la mitad del resto de nuestra vida. Pero antes de alcanzar esta mitad deberíamos primero llegar a vivir la mitad de dicha mitad. Por lo que, en circumstancias normales, pronto nos damos cuenta de que para avanzar en dirección a la muerte en algun momento deberemos superar el transcurso de nuestro próximo año de vida, para lo cual nos resulta imprescindible alcanzar a vivir el próximo medio año de vida y antes de este el primer trimestre. Con lo que para poder llegar ahí tendremos que haber conseguido sobrepasar el primer mes y medio de nuestro porvenir y antes de este las tres semanas previas. Pero sucede que para poder alcanzar a vivir la primera de las semanas habremos de superar con antelación cada uno de los días que la conforman. Y, sin embargo, para poder vivir tan solo un días más necesitaremos transitar cada una de las horas que lo conforman empezando por la próxima hora a la que deberemos llegar dejando atrás cada uno de sus minutos con un orden cronológico tal que el primero de ellos habrá de ser nuestro más inmediato minuto de vida para lo que deberemos proceder a vivir antes todos y cada uno de los sesenta segundos de que esta compuesto empezando por nuestro próximo segundo de vida. Tarea que, si bien nos pudiera parecer bastante sencilla y fugaz por lo aparentemente volátil de un segundo, requerirá para lograrla de la superación previa de nuestro próximo milisegundo y antes de ese avanzar tan solo un microsegundo con lo que pronto estamos intentando vivir un nimio nanosegundo o femtosegundo o aunque sea un misero Tiempo de Planck sin lograrlo nunca adentrándonos infinitesimalmente en la divisibilidad indefinida del abismo de un presente infinito. Y, así, incapaces de avanzar en el tiempo nos convertimos en seres estáticos e inmortales capaces de vivir eternamente un mismo instante.
Y eso a pesar de que para poder haber llegado a este instante tendríamos de haber vivido antes la mitad de nuestra anterior vida y antes de esta cada una de las consiguientes mitades previas hasta desembocar en el justo instante previo de nuestro nacimiento para concluir que lo que quizá ocurra es que no hemos llegado a nacer nunca. O si retrocediéramos mitad a mitad hasta el principio de los tiempos resultará, entonces, que nada ha llegado a existir jamás.