miércoles, marzo 21, 2012

La crema antiarrugas.

Ha empezado a usar una crema antiarrugas tan fuerte que a los pocos segundos reduce las marcas y lineas de expresión, al minuto tu piel recupera la tersura y la suavidad de la juventud, al cabo de cinco minutos se renueva tu vigor, tus ansias de vivir y tus sueños de adolescensia. Cuando ya pasa un cuarto de hora desde su aplicación te sientes rejuvenecido como un niño y al llegar a la hora gateas por el suelo, te defecas encima y hablas con gorgoteos.
Antes de que se acabe el día tan solo serás un espermatozoide.

martes, marzo 13, 2012

La dirección de la mirada.

En vagamente Ilion, acaso en campiñas toscanas al término de güelfos y gibelinos y por qué no en tierras de daneses o en esa región de Brabante mojada por tantas sangres: escenario móvil como la luz que corre sobre la batalla entre dos nubes negras, desnudando y cubriendo regimientos y retaguardias, encuentros cara a cara con puñales o alabardas, visión anamórfica sólo dada al que acepte el delirio y busque en el perfil de la jornada su ángulo más agudo, su coágulo entre humos y desbandes y oriflamas.

Una batalla, entonces, el derroche usual que rebasa sentidos y venideras crónicas. ¿Cuántos vieron al héroe en su hora más alta, rodeado de enemigos carmesíes? Máquina eficaz del aedo o del bardo: lentamente, elegir y narrar. También el que escucha o el que lee: sólo intentando la desmultiplicación del vértigo. Entonces acaso sí, como el que desgaja de la multitud ese rostro que cifrará su vida, la opción de Charlotte Corday ante el cuerpo desnudo de Marat, un pecho, un vientre, una garganta. Así ahora desde hogueras y contraórdenes, en el torbellino de gonfalones huyentes o de infantes aqueos concentrando el avance contra el fondo obseesionante de las murallas aún invictas: el ojo ruleta clavando la bola en la cifra que hundirá treinta y cinco esperanzas en la nada para exaltar una suerte roja o negra.

Inscrito en un escenario instantáneo, el héroe en cámara lenta retira la espada de un cuerpo todavía sostenido por el aire, mirándolo desdeñoso en su descenso ensangrentado. Cubriéndose frente a los que lo embisten, el escudo les tira a la cara una metralla de luz donde la vibración de la mano hace temblar las imágenes del bronce. Lo atacarán, es seguro, pero no podrán dejar de ver lo que él les muestra en un desafío último. Deslumbrados (el escudo, espejo ustorio, los abrasa en una hoguera de imágenes exasperadas por el reflejo del crepúsculo y los incendios) apenas si alcanzan a separar los relieves del bronce y los efímeros fantasmas de la batalla.

En la masa dorada buscó representarse el propio herrero, en su fragua, batiendo el metal y complaciéndose en el juego concéntrico de forjar un escudo que alza su combado párpado para mostrar entre tantas figuras (lo está mostrando ahora a quienes mueren o matan en la absurda contradicción de la batalla) el cuerpo desnudo del héroe en un claro de selva, abrazando a una mujer que le hunde la mano en el pelo como quien acaricia o rechaza. Yuxtapuestos los cuerpos en la brega que la escena envuelve con una lenta respiración de frondas (un ciervo entre dos árboles, un pájaro temblando sobre las cabezas) las líneas de fuerza parecerían concentrarse en el espejo que guarda la otra mano de la mujer y en el que sus ojos, acaso no queriendo ver a quien así la desflora entre fresnos y heléchos, van a buscar desesperados la imagen que un ligero movimiento orienta y precisa.

Arrodillado junto a un manantial, el adolescente se ha quitado el casco y sus rizos sombríos le caen sobre los hombros. Ya ha bebido y tiene los labios húmedos, gotas de un bozo de agua; la lanza yace al lado, descansando de una larga marcha. Nuevo Narciso, el adolescente se mira en la temblorosa claridad a sus pies pero se diría que sólo alcanza a ver su memoria enamorada, la inalcanzable imagen de una mujer perdida en remota contemplación.

Es otra vez ella, no ya su cuerpo de leche entrelazado con el que la abre y la penetra, sino grácilmente expuesto a la luz de un ventanal de anochecer, vuelto casi de perfil hacia una pintura de caballete que el último sol lame con naranja y ámbar. Se diría que sus ojos sólo alcanza a ver el primer plano de esa pintura en la que el artista se representó a sí mismo, secreto y desapegado. Ni él ni ella miran hacia el fondo del paisaje donde juntoa una fuente se entrevén cuerpos tendidos, el héroe muerto en la batalla bajo el escudo que su mano empuña en un último reto, y el adolescente que una flecha en el espacio parece designar multiplicando al infinito la perspectiva que se resuelve en lo lejano por una confusión de hombres en retirada y de estandartes rotos.

El escudo ya no refleja el sol; su lámina apagada, que no se diría de bronce, contiene la imagen del herrero que termina la descripción de una batalla, parece signarla en su punto más intenso con la figura del heroe rodeado de enemigos, pasando la espada por el pecho del más próximo y alzando para defenderse su escudo ensangrentado en el que poco se alcanza a ver entre el fuego y la cólera y el vértigo, a menos que esa imagen desnuda sea la de la mujer, que su cuerpo sea el que se rinde sin esfuerzo a la lenta caricia del adolescente que ha posado su lanza al borde de un manantial.

Julio Cortázar.

domingo, marzo 11, 2012

Indecibilidad a la hora de chutar un penalti.

En medio del furor del estadio el jugador que va a chutar mira fijamente a los ojos del portero para intentar escrutar su intención. Este le devuelve en un instante una mirada de reojo hacia el lado izquierdo de la portería. El jugador sabe que ese gesto ha sido hecho adrede por el portero para retarle a que chute por ese lado. El jugador también puede comprender que el portero sabe que él puede decidir chutar hacia el otro lado y entonces él se tirará hacia el lado contrario del que ha indicado. Pero como el jugador también sabe que es muy posible que el portero prevea que él piense que se va a tirar hacia el otro lado y, por tanto, se tire finalmente de nuevo hacia el lado izquierdo deberá entonces chutar hacia la derecha. Al mismo tiempo el jugador también puede llegar a la conclusión de que el portero pueda otra vez sospechar que él sepa que sabe que va a llegar a la conclusión de que se vaya a tirar hacia la izquierda y decida entonces tirarse de nuevo hacia el lado derecho. Con lo que llegado a ese punto el jugador piensa que si el portero sabe que él sabe que el portero sabe que el jugador sabe que va a tirarse hacia la derecha, entonces, decida de ese modo elegir el lado contrario a pesar de que el jugador empiece a sospechar que ha podido quedar atrapado en un estado de indecibilidad sostenida y se encuentre ya inmerso en un abismo de tiempo en que ningún penalti es lanzado y jugador y portero quedan eternamente suspendidos en sus sospechas mutuas para escudriñar la decisión del otro que ya jamás llegará a suceder en este tiempo aunque en otros las gradas estén ya cantando el gol o lamentándose por la parada del portero o porqué la pelota ha dado en el poste y ha salido fuera o ya el estadio está vacío o jamás se jugó ese partido y tan solo el frío de la noche acapara otro instante en silencio de todo aquello que no fue.