jueves, noviembre 24, 2011

La mosca inmortal.

La otra tarde me vino a visitar la inmortal mosca de los siglos, la eterna mosca imperecedera que transita la historia de los hombres revoloteando a su alrededor y viéndolos a todos y cada uno de ellos morir y sobreviviéndolos.
Ya antes tuve constancia de anteriores visitas suyas en mi infancia y juventud y la volví a ver el mes pasado. La reconocí de inmediato por su zumbido inconfundible y su característico vuelo sinusoidal que la hacen reconocible entre cualquier otra mosca que vuela anodinamente y muere de forma vil en pocas horas, días o semanas.
No así la inquebrantable mosca que acompaña la humanidad desde tiempos inmemoriales posándose en la frente de los calvos, en la punta de la nariz de las más distinguidas señoras burguesas y que un día se paró en tu oreja.
Porque ella es la indestructible mosca que jamás pudiste atrapar o aplastar de un zapatazo ya que posee reflejos ultrasónicos y es capaz de anticiparse a cualquier ataque como si pudiera prever tus movimientos. Es la mosca precognitiva que aguarda impertérrita que tu mano se vaya acercando a ella lentamente, a veces, incluso, frotará sus patas displicente mientras te ignora y tan solo un milisegundo antes de que lances tu zarpazo definitivo se anticipará a ti huyendo con total impunidad.
Una mosca inexpugnable capaz de eludir cualquier sistema que haya sido ideado para atrapar insectos, que se muestra incólume ante cualquier paleta matamoscas y es inmune a los insecticidas. La mosca que jamás quedará aprisionada en el cristal de ninguna ventana y siempre encontrará escapatoria para salir batiendo sus alas de un sitio a otro -ubícuamente- en su resistencia atemporal.
La misma mosca que en sus peripecias aéreas una tarde de otoño inspiró a Descartes sus coordenadas cartesianas. La misma que se cuela en los platós de televisión para incordiar insistentemente a los presentadores de los noticieros. La que se detuvo un instante sobre la punta del bigote de Dalí mientras este pintaba. Aquella que estando posada sobre el mástil de la carabela de Colón divisó antes que nadie el Nuevo Mundo. Aquella que voló entre visigodos, la misma que surcó el cielo de Mesopotamia y que anduvo entre güelfos y guibelinos, entre montescos y capuletos, entre utus y tutsis.
Quizás la inmemorial mosca que posándose tan solo una vez cada cien años sobre una bola de acero del tamaño del planeta Tierra conseguiría, haciéndola desaparecer por fricción, inaugurar el principio de la eternidad.



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