miércoles, mayo 14, 2008

La moneda.

En el Bar La Luna Menguante se reunen, a saber: hombres en paro con barba de tres o cuatro días, mujeres madres de niños en horario escolar, obreros de la consterucción en la hora del almuerzo, oficinistas y burocratas de rango menor varios, turistas extraviados y viajeros perdidos. Pero tambié, un elfo maligno, una cleopatra de mármol, un mimo triste y un tipo vestido de la muerte misma con su túnica y su guadaña. Pues el Bar La Luna Menguante, se oculta en el callejón que da a la plaza donde ejercen de estatuas humanas personas las cuales también tienen una vida detrás.
Un día entró en el bar un hombre de aspecto misterioso, leasé: gabardina ocre, gafas de sol, sombrero buersalino, mirada alternante hacia ambos lados. Al llegar a la barra, ante la presencia de Aron el dueño mismo del local, y en un susurrante hilo de voz, como si sospechara que alguien hubiera puesto micros implantados en sus propios empastes pidió, por favor, un café, a la vez, que extendía sobre la madera desgastada de la barra una moneda.
Tras servirle el cafe, Aron, cobró el importe con la susodicha moneda y en el tiempo que tardo en girarse para depositarla en la caja registradora aquel tipo ya se había marchado dejando sobre la barra intacto el todavía humeante café. Un comportamiento sospechoso que, sin embargo, el dueño del Bar La Luna Menguante no tardaría en olvidar inmerso en sus quehaceres cotidianos al frente del establecimiento.
Pero los días siguientes, los asistentes al bar fueron menguando tal que el estado de la luna que lucía en la marquesina de la fachada. Sin que apenas nadie se apercibiera de ello cada día hubo menos clientes y se rompian cada vez más vasos y tazas, se resfrió un empleado, se fueron sin pagar varias personas, hubo averías de nevera, llegaron facturas ostensiblemente infladas de gas y electricidad, se devolvió mal el cambio a favor del cliente en un par de ocasiones, se fundieron tres bombillas. Hasta que al tercer día, debido a procesos azarosos o quizá estadísticos salió de la caja donde había permanecido en su espera latente la moneda con que pagó aquel misterioso hombre en forma de cambio al cobro de cuatro cervezas consumidas a cargo del tipo que hacía de Elfo Maligno en el grupo de estatuas humanas de plaza contigua.
Desde ese momento la economía del bar volvió, de a poco, y sin que tampoco apenas nadie lo notara a florecer como antes. Augmentó la clientela, se consumió más, se devolvían bien los cambios, apenas se rompía nada, se dejaba más propina e, incluso, al dueño le tocó un pequeño premio a la lotería. Pues ya no permanecía en su poder esa misteriosa moneda que estaba maldita y quien la tenía en posesión entraba en un proceso de irremediable declive económico que conducía invariablemente a la bancarrota. La única solución posible era deshacerse de aquella moneda mediante alguna transacción económica como, por ejemplo, pagar un café. No podía tirarla a un pozo o colarla por la rendija de un alcantarillado pues entonces la maldición te pertenecía para siempre. No debías tampoco perderla, ni fundirla en unos altos hornos pues sus efectos también perdurarían en ti. Tampoco podías introducirla en ninguna máquina expendedora pues sus diferencias imperceptibles con una moneda normal hacían que esta no fuera aceptada por este tipo de artilugios. Y esa era, en realidad, uno de los signos para distinguirla, que jamás la cogía nunca ninguna máquina expendedora. La única solución pasaba por intercambiar la moneda de tu a tu con otra persona. Y si no se hacía así, terminabas al cabo de un tiempo arruínado pidiendo limosna en alguna acera. Pues muchos de los vagabundos tuvieron en su momento sin saberlo la moneda entre las manos sin alcanzar luego a traspasar la maldición a los demás. Ahora vagan por las calles ignorando el porqué de su desdicha, pidiendo limosna al transehunte con la vaga eperanza de que en una de estas les vuelva la moneda maldita a sus manos y sepan esta vez canjearla de forma correcta y deshacerse así de los efectos de su maldición y puedan rehacer su vida.
El Elfo Maligno aquella tarde, por mucho que se esforzara en deleitar con sus mejores poses a los turistas, no obtuvo apenas gratitud a modo económico. Tal que, al cabo del rato, ya volvía a encontrarse en el bar pagando con las monedas que había ganado por la mañana entre las que se encontraba la susodicha moneda otras dos cervezas más.
La moneda volvía así a la caja del Bar La Luna Menguante para, sin embargo, esta vez salir al poco a manos de un hombre con barba de tres o cuatro días. Al día siguiente ese mismo hombre compraría el periódico con la moneda en cuestión, para que, a su vez, el quiosquero adquiriera con ella una lata de lentejas en el colmado de al lado, donde la moneda saldría de inmediato como vuelta para una señora mayor, la cual al día siguiente la utilizaría en la compra de una bombilla que reemplazara la que esa misma noche se había fundido en el comdor de su casa (la fundición de bombillas sería, al parecer, otro de los signos inequivocos de estar en posesión de la moneda maldita).
Y así fue como el dueño de la tienda donde la señora mayor había comprado la bombilla metió la moneda en uno de esos tubitos de plástico con otras monedas iguales para ingresarlo, al día siguiente, en el banco de la esquina. Allí, entre tantas, se perdió el rastro de la moneda maldita. Y solo cabe decir, que ese banco, al cabo de unos meses, quebraría. Y la moneda volvería a ser introducida en las transacciones cotidianas, con lo que quien sabe si ahora mismo dicha moneda no es albergada en uno de tus bolsillos o está sobre la mesita de noche de tu habitación o se coló por entre los recovecos del sofá.