martes, marzo 25, 2008

La luna andaba entre visillos.

La puerta de la habitación de Tyra gimió su óxido agrio justo en el momento en que M. la entreabría lentamente para ver su interior. Lo primero que vió fueron esas fotografías de actrices que había en la pared. Actrices cuyo nexo de unión era: que estaban todas muertas. Eso era quizá porqué Tyra no admiraba realmente a una persona hasta que esta no hubiera fallecido. Porqué trataba las vidas de la gente como cuadros de pintores muertos.
Debajo de esas fotografías se podía ir viendo, al unísono del chirrido sostenido de las visagras de la puerta que M. entreabría con suma cautela, la cama de Tyra, en la que yacía el inherte cuerpo -desnudo- de la propia Tyra. Su desnudez era total, hasta el punto que el único signo de recatamiento que podía apreciarse eran esos ojos cerrados, como dormida, como muerta.
En las estanterías que estaban sobre la cama había flores, pero estaban disecadas, había libros, pero también eran todos de escritores muertos. La luna andaba entre visillos a través de la ventana y su tenue luz hacía resplandecer la pálida desnudez del cuerpo de Tyra que las paredes negras hacían refulgir más aun si cabe. Sus piernas estiradas, sus brazos rectos pegados al torso en posición decubito supino, como si estuviera encapida en un ataud, amortajada en su quietud serena.
M. resiguió con la mirada el sinoidal perfil del cuerpo de Tyra desde los pies hasta la cabeza. Y mientras se acercaba a ella pudo observar como sobre el cabezal de la cama colgaba de la pared una gran lápida de mármol en la que estaba esculpido el nombre completo de Tyra, bajo éste su fecha de nacimiento seguida de un guión y después del guión -escrito con tremulosa mano a rotulador- la fecha del día de hoy.
Es entonces cuando M. se dio cuenta del bote de sopníferos vacío que había sobre la mesita de noche junto a un rotulador abierto. Y al borde de la cama sujetó con dos dedos la muñeca izquierda de Tyra y le tomó el pulso justo por encima de su reloj de pulsera. Luego, asiendola de esa misma muñeca levantó su antebrazo suavemente hasta la altura de un palmo y lo soltó. Éste cayó a plomo sobre el somier.
Y, sin embargo, no puede estar muerta. Nadie está muerto del todo mientras su reloj de pulsera siga en funcionamiento marcando cada instante anudado en su muñeca.
M. situa la mano sobre el corazón de ella para auscultar su corazón. No puede estar muerta. Nadie está muerto todavía -al menos no oficialmente- hasta que se haya tramitado el pertinente certificado de defunción. M. cierra los ojos. Nadie puede estar muerto hasta que no muere la última de las larvas que se alimentan del festín de su cuerpo.
Entonces, la mano de M. se desliza -bajo el tenue palio de luz de luna que entra por la ventana- des del corazón hasta el pecho de Tyra. Rozando su oscuro pezón. Resbalando suavemente hasta la raiz de su seno. Porque nadie está muerto definitivamente hasta que no vacían la ropa de sus armarios, hasta que no se traspapele el marcapáginas del libro que estaba leyendo.
M. cierne su cuerpo sobre el de ella y con la otra mano acaricia su otro pecho idéntico. Nadie está muerto todavía hasta que no deja de recibir cartas -aunque sean del banco- en su buzón. Acerca su rostro al de ella y besa sus inmóbiles labios. Nadie estará muerto aun mientras esté todavía viva alguna de las personas a las que besó. Le acaricia su suave pelo. Nadie está muerto del todo mientras aun le siga creciendo el cabello y las uñas.
M. se desabrocha el cierre del pantalon y con su pene erecto la penetra. Nadie está muerto aun mientras albergue algo de calor en su interior. Empuja repetidamente sobre el cuerpo de Tyra. Nadie estará muerto de forma total y definitiva hasta que no desaparezca la cultura a la que perteneció. La posee desenfrenadamente. Hasta que no se extinga la especie a la que perteneció. Le hace el amor necrofílicamente. Hasta que no explote el planeta en que vivió. La fornica con locura y frenesí. Hasta que no se desvanezca el universo en que todo esto aconteció.
Y entonces, se incorpora y se desahoga encima de su vientre. Y justo en ese preciso instante ella abre los ojos y dice: mañana lo hacemos al revés.
El lector.

Este es el relato de una persona que lee un texto donde está escrita la historia de una persona que está leyendo un texto en el que se narra como una persona lee un texto en que aparece una persona leyendo sobre una persona que lee que una persona está leyendo que una persona lee que te está leyendo a ti, lector.

lunes, marzo 24, 2008

El grafógrafo.

Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo.

(Salvador Elizondo)

jueves, marzo 20, 2008

En la sala de espera del dentista.

Las aspas del ventilador de techo de la sala de espera del dentista empiezan a dar vueltas a la misma velocidad imperceptible que la saeta que marca las horas. La respiración de la máquina dispensadora de agua deja suspendidas sus burbujas en un magma translúcido encallado en la clepsidra del tiempo. Los presentes se vuelven estatuas humanas inmóviles en la inercia de su espera. Sus miradas entornadas como girasoles ciegos se han extraviado en un punto intermedio entre el infinito y sus retinas quedando absortas en la nada. En sus manos, durmientes estrellas de mar coreografían el ritual de silencio de sus interpérritos ademanes. El hombre con traje remangando su muñeca derecha para consultar la hora en su reloj de pulsera, la mujer de los zapatos rojos sujetando un bostezo con la palma de su mano, el tipo con barba de tres días hojeando un periódico, un niño señalando con el dedo índice el horizonte del paisaje pintado en un cuadro colgado en la pared, mientras su madre estira levemente su otra mano para que se esté quieto. Todos inmoviles en sus poses.
Los corazones de estas gentes detenidos en sus diastoles quedan crionizados en un segundo impar y rojo. El paso de página del periódico del hombre que lleva barba de tres días reproduce el crepitar de un fuego ceniciento. Detrás del horizonte del paisaje pintado en el cuadro que señala el niño con su dedo indice hay otro horizonte...y detras de ese otro horizonte hay otro...y detrás de ese otro hay otro más...y así indefinidamente. El bostezo de la mujer de zapatos rojos es una esfera de oxígeno sólido en la garganta que hace palanca en sus mandíbulas. Ese mismo bostezo es una A arremolinada en el paladar. Ese bostezo es, a la vez, una burbuja de sueño que le anestesia el rostro. Como un susurro intenso que nace en el oído interno y vibra por toda la cara hasta desencadenar inexorablemente la mecánica de un bostezo (que algunas veces -quizas esta sea una de ellas- pueda contagiarse telepáticamente como un virus). La hora que mira el señor con sombrero en el reloj de su muñeca derecha ya no existe. Se perdió infinitesimalmente en los albores del tiempo.
El fluorescente del techo vomita su luz mansamente a través del aire hasta quedar reducida a un confeti de purpurea brillantina indeleble que ducha las cabezas de los presentes. Entonces, en el reloj de pared que hay sobre estas se oxidan las saetas y se fosiliza el tiempo hasta quedar convertido en arqueología. La fecha de caducidad del extintor se torna un epitáfio, los chicles que hay debajo de las sillas se vuelven vestigios de una cultura extinta, las revistas que hay sobre la mesa del centro datan del día del Big-Bang. A la madre del niño que señala horizontes habría que hacerle la prueba del carbono 14 para saber cuanto hace de su última sonrisa. El bostezo de la mujer de zapatos rojos puede que se haya contagiado telepáticamente desencadenando a nivel mundial una pandémia de bostezos.
La relíquia fossil en que ha quedado convertido el reloj de pared sostiene indefinidamente un mismo momento, mo-men-to. Encallado en un tic bemol que se refugia en el eco de un dedal. Quieto en un mísero tiempo de Planck.
Y la eternidad se acerca para acariciar a todos suavemente con los caracoles de sus dedos.

martes, marzo 04, 2008

Memorandum (Mamushka nemotécnica).

Acuerdate de acordarte de recordar el acuerdo acordado en memoria del recuerdo de la conmemoración de la remembranza para rememorar recordarse de acordarte de recordarlo. Y que no se te olvide.