jueves, marzo 20, 2008

En la sala de espera del dentista.

Las aspas del ventilador de techo de la sala de espera del dentista empiezan a dar vueltas a la misma velocidad imperceptible que la saeta que marca las horas. La respiración de la máquina dispensadora de agua deja suspendidas sus burbujas en un magma translúcido encallado en la clepsidra del tiempo. Los presentes se vuelven estatuas humanas inmóviles en la inercia de su espera. Sus miradas entornadas como girasoles ciegos se han extraviado en un punto intermedio entre el infinito y sus retinas quedando absortas en la nada. En sus manos, durmientes estrellas de mar coreografían el ritual de silencio de sus interpérritos ademanes. El hombre con traje remangando su muñeca derecha para consultar la hora en su reloj de pulsera, la mujer de los zapatos rojos sujetando un bostezo con la palma de su mano, el tipo con barba de tres días hojeando un periódico, un niño señalando con el dedo índice el horizonte del paisaje pintado en un cuadro colgado en la pared, mientras su madre estira levemente su otra mano para que se esté quieto. Todos inmoviles en sus poses.
Los corazones de estas gentes detenidos en sus diastoles quedan crionizados en un segundo impar y rojo. El paso de página del periódico del hombre que lleva barba de tres días reproduce el crepitar de un fuego ceniciento. Detrás del horizonte del paisaje pintado en el cuadro que señala el niño con su dedo indice hay otro horizonte...y detras de ese otro horizonte hay otro...y detrás de ese otro hay otro más...y así indefinidamente. El bostezo de la mujer de zapatos rojos es una esfera de oxígeno sólido en la garganta que hace palanca en sus mandíbulas. Ese mismo bostezo es una A arremolinada en el paladar. Ese bostezo es, a la vez, una burbuja de sueño que le anestesia el rostro. Como un susurro intenso que nace en el oído interno y vibra por toda la cara hasta desencadenar inexorablemente la mecánica de un bostezo (que algunas veces -quizas esta sea una de ellas- pueda contagiarse telepáticamente como un virus). La hora que mira el señor con sombrero en el reloj de su muñeca derecha ya no existe. Se perdió infinitesimalmente en los albores del tiempo.
El fluorescente del techo vomita su luz mansamente a través del aire hasta quedar reducida a un confeti de purpurea brillantina indeleble que ducha las cabezas de los presentes. Entonces, en el reloj de pared que hay sobre estas se oxidan las saetas y se fosiliza el tiempo hasta quedar convertido en arqueología. La fecha de caducidad del extintor se torna un epitáfio, los chicles que hay debajo de las sillas se vuelven vestigios de una cultura extinta, las revistas que hay sobre la mesa del centro datan del día del Big-Bang. A la madre del niño que señala horizontes habría que hacerle la prueba del carbono 14 para saber cuanto hace de su última sonrisa. El bostezo de la mujer de zapatos rojos puede que se haya contagiado telepáticamente desencadenando a nivel mundial una pandémia de bostezos.
La relíquia fossil en que ha quedado convertido el reloj de pared sostiene indefinidamente un mismo momento, mo-men-to. Encallado en un tic bemol que se refugia en el eco de un dedal. Quieto en un mísero tiempo de Planck.
Y la eternidad se acerca para acariciar a todos suavemente con los caracoles de sus dedos.

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