miércoles, diciembre 12, 2007

Prospecto para una cita a ciegas.

Procuró no llevar flores por si ella fuera alérgica al polen, a eccepción, claro está, de la inevitable flor en la solapa. En todo caso,prefirió que esta fuera de plástico porqué, a parte de evitar sintomatologías con posibles alergias, también podría evitar que, en el caso de que la espera se alargue ostensiblemente, la flor puediera marchitarse en su solapa.
Y, sin embargo, él sabe que la mejor opción entre las tres posibles para llegar a una cita ciegas es hacerlo antes. La puntualidad exacta no conviene por meticulosa y antinatural, llegar tarde es arriesgarse a no saber nunca si la otra persona se presentó, llegar antes asegura controlar lo sucedido, también el tiempo y la ubicuidad espacial, o, dicho de otra forma un tanto más ostentosa: el continuum espacio temporal.
Entonces, lo primero que hizo nada más cruzar el umbral de la puerta de entrada de la cafetería donde habían acordado la cita a ciegas fue dirigirse hacia una mesa en el fondo de la sala a través de un recorrido directo desde la entrada. La hayó asiendo los respaldos de las sillas y guiandose con su pie haciendo tope en las patas de las mismas, con alguna dificultad añadida como topar fortuitamente con alguno de los presentes pidiendo perdón en ese caso. Cuando llegó al fondo del local palpó la pared y se sentó -no sin antes cercionarse que lo hacía en una silla vacía- de espaldas a la propia pared y de cara a la puerta de entrada, que, en caso de duda es el lugar por donde entra la corriente de aire y en el que se oye abrir y cerrar la puerta además del tilín de esas campanitas admonitorias.
Llegados a este punto, levantó un brazo como si quisiera parar un taxi en un día de lluvia y esperó con el brazo levantado a oir una voz dirigiendose a él en terminos de ¿que desea?. Encargó un café y, luego, muy educadamente, le pidió al camarero que hiciera el favor de dirigirla hacia él si aparecía una mujer en la puerta con un pañuelo verde anudado en la garganta y los ojos cerrados.



Ella llegó un cuarto de hora antes de lo que habían acordado. Al entrar llevó a cabo el ritual pactado para la cita a ciegas consistente en entrar con los ojos cerrados y no abrirlos hasta que llegara el otro. Pero, en parte debido a sus zapatos de tacón, en parte a su vaga inteligencia visoespacial tropezó contra una silla, perdió el equilibrió y se precipitó a los brazos del camarero que pasaba por ahí. Al abrir los ojos quedó hechizada y ya no pudo apartar la mirada de ese camarero gentil que la había salvado.
Cúpido dispara sus flechas a ciegas con los ojos vendados. La diosa justicia también lleva una venda en la cara para no ver de que lado se decanta la balanza de lo que está bien y de lo que está mal. Ella sonrie.
Un cuarto de hora después ya había intercambiado teléfonos con el camarero y sentada en la barra tomandose un té apenás se acordaba de porqué había venido a ese lugar cuando lo vió aparecer al son de las campanillas de la puerta de entrada. Un tipo bajito y rechoncho, algo calvo, se presentó en la puerta con una flor en la solapa y los ojos cerrados. Ella dudó, como duda el verdugo ante su víctima un segundo antes de ejecutarla, y salto del tamburete en dirección a la puerta, aun con la serenidad suficiente de girar su cabeza y hacer el típico gesto de llámame dirigido al camarero a pesar de que eso provocara que su hombro chocara levemente con el hombro del señor bajito y rechoncho, algo calvo, con el que había quedado. Paradójicamente, él le pidió perdón y ella, procurando aguantar la risa, y sin contestarle desapareció rapidamente por la puerta de entrada que aún estaba entreabierta para, al son de unas campanitas que esta vez tocaron a muertos, no volver a verle nunca más.

lunes, diciembre 10, 2007

Sabiduría de sobrecito de azucar de un café.

De todos los sorbos de todos los cafés de todas las mesas de todos los bares de todas las ciudades de todo el mundo ese fue el más amargo. De toda su vida.
Sin embargo, algunas cosas como el café, la cerveza y algunas tristezas disponen de la posibilidad de ser amargas como una de sus virtudes. Y a ella, en realidad, le gustaba el café bien amargo.