domingo, junio 19, 2011

Vindicación de las colas.

Una de las disposiciones más emblemáticas del ser humano es la de estar haciendo cola. Es a través de ese mecanismo de distribución en el espacio que el hombre se instala en esa mansa espera que le define como tal. Su inacción a la hora de avanzar estará creando la inercia misma del avance del tiempo hacia él. Su casi estática ubicacionalidad en la cola le confiere de por sí la seguridad de que todo fluye en una dirección concreta que se presta por sí misma a la consecución del objetivo final en cada caso.
Así, se puede hacer cola por muy diversas razones: desde comprar una entrada para un evento hasta esperar tu turno en la panadería. Y, a veces, incluso, podemos estar inmersos en colas que ni sospechamos o preferimos ignorar. Como guardar cola para que llegue la hora de nuestra muerte ¿Cual es el número que nos toca y al que con tanta voluntad nos aferramos a pesar nuestro? O tal vez también haya una cola para que nos entre el sueño cada noche o una cola para alcanzar la fama y otra para quedar de nuevo sumidos en el olvido. Está la cola de la cama de la persona amada y está la cola para la operación de vesícula. Con lo que hay colas en las que uno quiere ser el primero y otras el último aunque no esté muy claro cual preferir en cada caso.
Lo fundamental es estar insertados en ese ser vivo fluctuante que avanza a través de elongaciones y contracciones arrastrandose a través de los minutos o las horas con sus múltiples pies que recorren las aceras o los pasillos mientras respira acompasadamente con todos sus numerosos pulmones sabiendose vivo mientras haya un motivo para la dilación expectante de su ciclo vital.
Porqué un mundo sin colas sería un lugar donde toda persona se creería con derecho a ser atendido de inmediato y querría obtener todo con prontitud sin tener que pasar por esa espera que acrecenta el deseo de alcanzar aquello por lo que uno aguarda. Sería un mundo de resoluciones súbitas con logros alcanzados de forma tan repentina que resultarían ingratos al añadirsele a la propia fugacidad del placer obtenido el agravio de la inexistente espera previa. Que tantas veces es la que confiere un cierto anhelo de eternidad a la efímera dicha posterior.
Porque hay en la cola un significado de intérvalo, un sentido de destino que tal vez en apariencia solo nos conduzca a conseguir dos croissants y un pan de chapata pero que en el fondo lleva implicita la esperanza  de que haya algo por lo que merezca esperar. Por lo que valga la pena estar inmerso en este engranaje ordenado de personas en el que hay un principio y un final y en el que salvo eccepciones desonrosas se respeta un turno y cada individuo que lo integra es poseedor de un número ordinal que le permite adelantar posiciones al unísono que los demás y trasladarse de modo igual que se desplazan las hormigas.
Pero una vez hubo una cola infinita que no tenía ni principio ni final. Y la gente la integraba creyendose de los primeros o de los últimos cuando en realidad todos permanecían en un punto indeterminado en medio de esa inmensa hilera que recorría las calles y también los prados, que reseguía las veras de los ríos y cruzaba las montañas e iba de un lado a otro entrando en edificios, subiendo y bajando escaleras, rodeando manzanas y recorriendo cunetas a través de las carreteras hasta perderse más allá del horizonte.
La gente que conformaba dicha cola ni tan siquiera sabía la dirección en la que se desplazaba y había arduas discusiones entre sus integrantes por ver si la persona de al lado iba delante o detrás de uno. De esta forma unos miraban hacia una dirección, con la intención de que la cola avanzara en ese sentido, y otros dirigían a la vez sus miradas hacia el opuesto punto cardinal. Daba igual. Tampoco la cola avanzaba en realidad sino que su movimiento era un mero efecto óptico y, en verdad, ni tan siquiera nadie sabía cual era el motivo por el que se estaba haciendo dicha cola más que albergar su propia idiosincracia de mecanismo de espera.
Así unos decían que era la cola para entrar en el paraíso, mientras que otros aseguraban que se trataba de la cola del infierno o, en todo caso, de la de la muerte. Pero nadie creía a estos últimos por sospechar que pudieran decir eso para amedrentar a los presentes con el objetivo de que estos abandonaran la fila y poder así ocupar su turno en ella.
En todo caso, era una cola en la que esperar un destino o un futuro mejor aunque este no llegara nunca o en caso de ser alcanzado resultara ser menos de lo previsto. Como quizás en todas las colas sucede.

jueves, junio 16, 2011

Escribo.

Uno escribe para los demás. Yo, por ejemplo, escribo para los escritores muertos que ya no pueden leerme. Escribo para los analfabetos y para aquellos que queman libros en piras. Y escribo también a través de ese humo negro que asciende y se dispersa.
Yo escribo para los alienigenas que nunca llegarán a conocernos. Escribo para el ser humano del futuro que jamás llegará a sospechar que antes de su tiempo existió un mundo en el que se escribió. Escribo también para los primitivos y todos aquellos que vivieron en un momento de la historia en el que aún no se había inventado la escritura. Escribo para los niños que aún no han aprendido a leer. Y escribo para los ancianos que seniles ya lo han olvidado. Yo escribo para todos aquellos que no leen.
Y también escribo para el resto del mundo. Y, además, escribo para tí.
Pero, en realidad, -más que nada- escribo para mí. Para poder leerme.

Los dedos de los pies.

Los dedos de los pies sospechan mi presencia, lo sospecho. Los siento expectantes a mis movimientos sabedores de mis puntos flacos, conocedores de algunos de mis más hondos secretos y les veo capaces de usar todo lo que saben -e, incluso, todo lo que inventan- en mi contra.
Taciturnos y maquiavélicos aprendices pentacéfalos poseedores todos y cada uno de ellos de una terrible personalidad individual se pasan casi todo el día -ociosos andarines- conspirando contra mi. Esperando el momento en que agazapados en su espera latente salten y me devoren o me lastimen de mil formas diferentes, algunas de ellas tan sutiles que ni tan siquiera ellos saben y que tampoco yo llegaría nunca a notar.
Malditos sean cuando piensan entre ellos de forma telepática cuanto me odian, cuanto desean mi desdicha que en el fondo -y ellos lo saben- también sería la suya propia. Y pertrechan planes para arrebatar mi gloria mientras se contraen y se expanden a veces al unísono, a veces en abanico o dominó. Y murmuran amenazas ininteligibles desde aquí en las que amanezco asfixiado a la mañana siguiente lleno -según el parte de la comisaría- de extrañas huellas podológico-dactilares. La policía sospecha de la mafia o de algún extraño ser amorfo.
Pero yo soy más veloz y precavido y ya he escrito esta carta que dejo sobre el mueble del recibidor a la atención del señor juez en la que especifico que vivo amenazado y paso las noches en vilo mientras los veo sobresalir por el otro extremo de la sabana mirandome fijamente con sus infinitas uñas que en apenas un descuido por mi parte pasarían a desgarrar mi fina piel o a arrancarme el corazón de cuajo. Malditos gusanos asesinos que anhelan comerse mis pulmones en medio de la noche y devorar mi hígado y saciar su delirio con el manjar de mis ojos. Corruptos organismos putrafactos que sueñan con mi destrucción o desaparición definitiva para así alzarse, por fín, vanidosos y coquetos hasta declararse en rebeldía y proclamar así su independencia y entidad propia o que en todo caso se admita que llevan injertado un ser humano al final de su ser.

jueves, junio 02, 2011

El sistema métrico del Imperio.

El sistema métrico del Imperio tenía como unidad básica de medida el pene del emperador. Así mientras sus coetaneos aduladores que proferían que dicha longitud quedaba estipulada en palmo y medio casi dos podrían tasar unas tierras en 700 penes del emperador, habría a la vez aquellos escepticos confabuladores que, proponiendo que la longitud del pene del emperador no iría más allá de los cuatro dedos de largaria, tenderían a acotar esas mismas tierras en algo más del triple: es decir, unos 2300 penes del emperador.
Todo esto provocaba graves problemas de lindes que subyacian al hecho que el poseedor de alguna tierra acababa siempre convirtiendose en un exagerador de las medidas del falo real, mientras que aquellos que querían comprar o arrendar algún terreno solían menoscabar la extensión de dicho miembro.
También se producían grandes quebraderos de cabeza a la hora de confeccionar mapas. Y era así como los cartógrafos se veían obligados a consultar a las concubinas reales para para definir las auténticas medidas del Imperio. Sin embargo, mientras la primera mujer del Emperador, Merigilda I, ya entrada en años, envidiosa de las demás mujeres más jóvenes del harem y ya poco requerida por el Emperador en sus aposentos, solía proponer medidas a la baja que proponían de esta forma un vasto Imperio, había también algunas de las más jóvebes, bellas e impresionables concubinas segun cuyos postulados de lado a lado del Imperio no alcanzaría a caber en demasía el oblongo baremo pues tan longa era a su parecer la unidad métrica del Imperio en estado de esplendor.
De este modo, ante tales fluctuaciones y percepciones contradictorias del fenómeno y ante la imposibilidad protocolaria de que el propia Emperador mostrara sus partes pudentas en público se determinó abordar la ejecución de un molde para dejar fijado en una figura de bronce para siempre la extensión exacta del divino apéndice.
Para ello se solicitó la presencia del yesista oficial de la corte que acometió solícito la ardua tarea de elaborar el imperial molde, al término de la cual, se procedería a la destrucción de la horma con que este había sido fabricado, así como a la amputación de las propias manos del yesista para que nunca pudieran volver a crear una figura de semejantes características que volviera a sumir en un caos métrico al Imperio. A pesar de que algunos historiadores aseguran que a proposición de Merigilda I se barajó la opción de cortar directamnte el miembro del Emperador para mayor seguridad. Idea que fue raudamente desdeñada por el propio Emperador alegando razones de estado y ante la súplica y el llanto de algunas de sus otras concubinas ahí congregadas.
Así pues, una vez fijado el supremo baremo estandart todo pudo ser medido desde entonces con total precisión. Y los plebeyos supieron si medían seis, siete u ocho vergas imperiales. Y pudieron definir exactamente los cartógrafos durante cuantos falos reales se extendían los ríos hasta el mar. Así como también pudieron concretar los astronomos la insignificancia del miembro viril del Emperador ante la inmensidad de la bóveda celestial. Todo se pudo medir con la suficiente exactitud y precisión gracias a la fálica vara de bronce que era guardada bajo custodia en la cámara real y todo el mundo podía consultar.
Pero un día, años más tarde, el molde del pene real desapareció y con este también Merigilda I a la que nadie nunca más volvió a ver en palacio. Se intentó reponer la obra trayendo nuevos yesistas, pero el Emperador, mermado por la vejez y el cansancio, ya no era el mismo. Y jamás se pudo volver a hacer ninguna horma de similares dimensiones. Por lo que el Imperio volvió a quedar sumido en la anarquía métrica, la ambivalencia de las distancias y la ambigúedad de las medidas.
Cuentan, eso si, que algunos viajeros creyeron reconocer en una campesina que vivía como ermitaña en un monte perdido más allá de las fronteras del Imperio el rostro de la que un día fue Merigilda I. Y dicen que se la veía sonriente y feliz.