martes, abril 15, 2008

Delfín Violeta.

Su animal preferido desde esa tarde, su mascota para toda la vida, sería el delfín violeta. A su amparo se había de producir el encuentro furtivo entre Diana y Edmundo. Una pasión prohibida ante las leyes gubernamentales y quizá también ante las propias leyes de la naturaleza. Pero ahora todo daba igual y ahí estaba él esperandola junto a la pilastra indicada con una pequeña bolsa en la mano. Y por ahí venía ella caminando entre las hileras de coches y columnas de ese interminable aparcamiento soterrado. El corazón de Edmundo se desboca por momentos en rejuvenecedores latidos, Diana envejece, lo que a estas edades se llama aun madurar, de a poco, a cada paso que va dando.
Los dos con gafas de sol como suele ser indispensable en este tipo de situaciones. Las de ella aerodinámicas, de cristal espejo de sala de reconocimiento de sospechosos ocultan la mirada aun demasiado pura de sus dos ojos verdes como guisantes mendelianos. Las de Edmundo más ortopédicas y voluminosas difuminan la posible perversión libidinosa con que algun espectador ajeno pudiera confundir esa mirada enamorada.
Pero a pesar de las precauciones no están solos. Una sombra les observa des del asiento trasero de un coche aparcado en la penumbra del fondo del aparcamiento.
Ajena a ello Diana avanza recreandose en el contorneo de sus caderas cruzando diminutos pasos cebra. Va con boina calada a un lado y chaqueta de pana negra, tan elegante que parece mayor de lo que es. Edmundo la observa llegar bajo la letania de la luz de los fluorescentes, inmerso en el nerviosismo de las esperas, repiqueteando en morse con su pie izquierdo la impaciencia contenida de salir a su encuentro. Se quita las gafas y las cuelga del cuello de su camisa verde abierta hasta el tercer botón para darse un aire más desenfadado. Se da cuenta de que aun lleva las yemas de sus dedos algo negruzcas q así con sus pue delatan -como lo harían las huellas dactilares de un asesinato- que se ha tintado el pelo esa misma tarde; en pos de una inalcanzable juventud eterna.
Edmundo, no sonrie, a pesar de sentirse feliz, no lo hace para no añadir arrugas de expresión a sus ya ostensibles arrugas por edad. No sonrie ni cuando Diana llega por fin delante de él mirandole fijamente con una sonrisa en los labios, que solo es correspondida por él con una mueca de apacible serenidad que podría traducirse, eso sí, como sonreir con la mirada. Y se quedan frente a frente sin decirse nada. Pero ella se embriaga con el olor de su aftersave, mientras él aspira fuertemente para respirarla en uno de sus otros preceptos para vivir eternamente: inhalar aire cerca de jovencitas. Más tarde, ya en el piso, continuará con el método aplicando otras técnicas para alcanzar la immortalidad como chupar sus pezones, gatear alrededor de ella en la cama o hacer que le de de comer en la boca haciendo el avión con una cucharita.
Pero eso es insospechable de momento, cuando ella le dice hola, abuelo y Edmundo contesta hola, mi amor. Dandose en la mejilla dos castos besos que contados con exactitud serían cuatro: dos de Diana, húmedos y sonoros, delicuescentes; dos de Edmundo, más secos y silenciosos, conteniendo su efusividad.
Él le da la bolsa que lleva en su mano, sobrellevando con ironía su situación. Para tí, cuidado no te empaches. Esta llena de golosinas. Si lo se te traigo una crema antiarrugas, viejo verde. Y ahora sí él no puede reprimir una sonrisa y se abrazan cómplices de sus circumstancias tan felices como pueden dejarse ser al amparo del Delfín Violeta B-4 pintado en la columna del aparcamiento de unos grandes almacenes.

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